HABLEMOS DE VIOLENCIA. PROBLEMAS SOCIALES QUE ATRAVIESAN LAS ESCUELAS.
Desafíos para docentes, padres y alumnos – Andrea Kaplan y Yanina Berezán (Comps.), Noveduc, Buenos Aires, 2014. Este libro aporta elementos para impulsar una alternativa ante una imperiosa necesidad: mejorar la calidad de los espacios de socialización de niñas, niños y adolescentes. En términos más generales, se trata de renovar –en el sentido de recuperar la fuerza […]

Desafíos para docentes, padres y alumnos – Andrea Kaplan y Yanina Berezán (Comps.), Noveduc, Buenos Aires, 2014.

Este libro aporta elementos para impulsar una alternativa ante una imperiosa necesidad: mejorar la calidad de los espacios de socialización de niñas, niños y adolescentes. En términos más generales, se trata de renovar –en el sentido de recuperar la fuerza y la energía– la convivencia social. Nos centramos en la escuela en tanto institución moderna paradigmática en la que chicos y jóvenes son convocados –obligados, en sentido estricto– a permanecer, educarse y comportarse

Capacitacion

Introducción

Este tomo –el primero de una serie que coeditarán Noveduc y Fundación Sociedades Complejas– aporta elementos para impulsar una alternativa ante una imperiosa necesidad: mejorar la calidad de los espacios de socialización de niñas, niños y adolescentes. En términos más generales, se trata de renovar –en el sentido de recuperar la fuerza y la energía– la convivencia social. Nos centramos en la escuela en tanto institución moderna paradigmática en la que chicos y jóvenes son convocados –obligados, en sentido estricto– a permanecer, educarse y comportarse. La escuela como espacio privilegiado en el que se hacen visibles las interacciones positivas y negativas que cada sociedad se da en un momento histórico determinado. Pero no nos detendremos allí. Hablaremos también de sus contextos próximos: la familia, la sociedad, la tecnología, los medios de comunicación, las políticas públicas. Porque creemos –y, desde hace tiempo, ya somos muchos los que lo manifestamos y reiteramos– que la violencia en las escuelas es un problema social. No es una cuestión que pueda pensarse –ni mucho menos resolverse– únicamente hacia el interior de las aulas, en los pasillos de los colegios o en los despachos de las autoridades de diverso nivel en los escalafones del Estado nacional, provincial y municipal. Tampoco se trata de una novedad. Como veremos a lo largo del libro, las tramas de la violencia no son nuevas, si bien se exteriorizan con intensidades e interrelaciones diferentes de las que signaron otras épocas.

Este libro está compuesto por una selección de textos que se presentaron originalmente en la segunda edición del Congreso Internacional sobre Conflictos y Violencia en las Escuelas (Buenos Aires, junio de 2012). El lema del evento fue “Tensiones socioculturales entre niños, jóvenes y adultos”, partiendo del supuesto de que algunos lenguajes y ciertas prácticas de unos y otros son proclives a un distanciamiento entre generaciones que provoca malestar, incomprensión, fastidio y, en el extremo, episodios de agresión y maltrato. Estas situaciones también ocurren dentro de un mismo grupo etario en donde se discrimina, segrega u ofende a “otro”, estereotipado por sus diferencias respecto de un “nosotros” aglutinado y soberbio. En este sentido, podemos “pensar el conflicto como un modo de tramitar las diferencias generacionales entre profes y alumnos” (Brener) o cerrarnos sobre lo abismal de las divergencias para tomarlas como la fuente de una incomprensión infranqueable.

Aquí abriré un paréntesis para referirme al contexto de escritura de esta introducción: discurre el mes de abril de 2014, los medios masivos de comunicación reproducen noticias sobre “linchamientos” de “vecinos alarmados y hartos por la falta de justicia” a supuestos delincuentes (en su mayoría jóvenes) en distintas ciudades, principalmente en Rosario y en la ciudad de Buenos Aires. Se trata del ejercicio de la justicia “directa” y visible que invade la opinión pública durante varias jornadas. Fernando Onetto, presidente de la tercera edición del Congreso Internacional sobre Violencia en las Escuelas que tendrá lugar en junio de este año, sostiene que se han dado interpretaciones de estos hechos (no de sus representaciones mediáticas) con argumentos legales, psicológicos y sociológicos. Y se pregunta:

¿No falta una mirada? ¿No tienen estos hechos una lectura ética? La mirada ética es una mirada “espejada”, es decir, un mirar mis acciones con los ojos del otro que las “sufre”. Vivir sin mirada ética es vivir con una mirada vuelta sobre sí mismo en un puro narcisismo. Un yo que se desentiende del otro. Pero la mirada ética resiste. El que daña a otro le hace una rajadura al espejo en el que se mira a sí mismo. Hay una fractura interna, una herida que buscará reparación o reiteración. ¿Desapareció para siempre el límite autoimpuesto porque una acción es éticamente inaceptable?[i]

Pasado y presente de la violencia social: medios y miedos (parte I)

La rajadura del espejo social –es decir, las heridas que causa en la sociedad el ejercicio de la violencia “por mano propia”, sin una mediación ética y desentendiéndose de la ley– puede repararse o reiterarse, alerta Onetto. Y en eso estamos. Muchas veces, quizá demasiadas, los noticieros y programas de opinión ayudan a que la rajadura se torne más profunda; hay muchos periodistas que quisieran que el espejo se rompiera, aunque eso nos deparara siete años de mala suerte según el mito popular[ii] . Nos quedará claro, cuando leamos a Zaffaroni (capítulo II) que “La criminología mediática crea la realidad de un mundo de personas decentes frente a una masa de criminales identificada a través de estereotipos que configuran un ‘ellos’ separado del resto de la sociedad, por ser un conjunto de diferentes y malos”. La criminología mediática está al servicio de la repetición, no de la reparación; del aumento de las distancias, de un escepticismo paralizante e inútil. En relación con esto, Brener (capítulo III) introduce el concepto de “miedoambiente” para referirse al estado en que vivimos actualmente, potenciado por la voracidad de los medios. Planteemos, dicho sea de paso, que está pendiente un estudio serio sobre la voracidad de los consumidores de esos medios voraces: no hay oferta sin demanda y viceversa. El morbo no es patrimonio exclusivo del jefe de redacción de un periódico o del gerente de noticias del canal de TV. Basta ver las veces que se comparten en Facebook fotos espantosas de accidentes, robos, asesinatos, etc., o la cantidad de vistas de videos subidos a Youtube referidos a tragedias, sean domésticas o no (niños y jóvenes, que acceden tempranamente a las tecnologías, participan activamente de estas dinámicas).

Llegados a este punto, podemos decir que una de las tesis centrales de este libro podría definirse así: la reproducción de la violencia genera más violencia. O, tomando los términos de Onetto y sumando los aportes de las teorías críticas de la cultura y la comunicación, que la representación obscena de hechos violentos provoca nuevas rajaduras en el espejo en el que nos miramos a nosotros mismos. No repara. Daña. Pervierte. Y, lo que es aún más complejo, muchas veces opera como legitimador de acciones individuales o colectivas que se contraponen al contrato social, sin el cual se torna imposible la vida en comunidad y el fortalecimiento de lazos de solidaridad. A propósito de la definición weberiana del Estado como monopolio de la violencia legítima, en un artículo titulado “Democracia y violencia” Rafael Segovia indica que “una preocupación permanente tanto del pensador político como del político propiamente dicho ha sido maximizar la utilidad de la violencia, es decir, conseguir la máxima efectividad con una utilización mínima de los procedimientos coercitivos. Transformar la violencia directa sobre el individuo en autoridad, respeto y obediencia de la norma convertida en ley es una imagen ideal perseguida en todo momento político”. Quizá hoy parezca extemporáneo plantear esa imagen ideal como guía “real”, pues la violencia explícita –sea material, simbólica o psicológica– está presente habitualmente en la escuela, la familia, el deporte, la calle. Nos preguntamos si nuestro tiempo presente es tanto más violento que otros. La filósofa Esther Díaz (capítulo I) apunta que “la enseñanza sistemática siempre fue violenta. ‘La letra con sangre entra’ no es una sentencia inventada en la modernidad, sino una que viene desde la antigüedad (…). Porque desde entonces una de las tecnologías de poder de los maestros ha sido el látigo, como puede verse en los museos de Europa. Y es sabido que ya los pedagogos griegos y romanos golpeaban a sus alumnos”. En la escena actual, continúa Díaz, “lo que sí es novedoso es el comportamiento violento en los niños y en sus padres. Durante milenios, nuestra cultura aceptó que el maestro tenía derecho a golpear a los alumnos”. Lo que hoy nos parece imposible (que un maestro le pegue a un niño) ha sido legítimo en otros siglos. La violencia ha existido siempre: cambian los protagonistas que la ejercen, sus formas, legitimidades e intensidad[iii] .

Los niños que otrora no tenían voz en las instituciones de las que formaban parte hoy sí la tienen: “hace medio siglo, la opinión de un niño no era considerada en el ámbito familiar ni en el aula y en cambio ahora, sí”, afirma Juan Seda en el capítulo V. El correlato legal de este hecho aparece en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (1989) como el “derecho a ser oído” en relación con temas que lo afecten directamente. Esta legalidad se entiende a partir de un cambio de época. Ya no se concibe que un niño reciba un castigo físico en el aula y, a la par, se lo proclama como sujeto de derecho (con las restricciones que marcan las leyes al respecto). A propósito de los sistemas de convivencia escolar y la participación de los alumnos en su estructuración –tema central de este capítulo–, Seda propone: “La escuela es un espacio social que tiene normas que perfectamente pueden y deben ser debatidas con la participación de todos sus integrantes, incluyendo a los alumnos”. Además, el capítulo introduce de modo claro cuestiones legales que atañen a los establecimientos educativos y sus actores (docentes, directivos, padres y alumnos) e insiste en que las normas internas no pueden contradecir las generales; debe buscarse una armonía, para lo cual es indispensable que las leyes y los códigos se conozcan.

Cierra la primera parte del libro la investigación de la pedagoga chilena Isidora Mena (capítulo VI) acerca de la realidad de su país a partir de los cambios operados en el sistema educativo desde la década del ’80 y cómo se van generando “círculos de maltrato y desesperanza” por parte de profesores y estudiantes. Analiza la educación “subvencionada” (que abarca a la gran mayoría de los estudiantes) a partir de las percepciones de los actores, utilizando categorías tales como aislamiento, sentimiento de soledad, infelicidad, baja autoestima, ansiedad, actitud hacia el maltrato. Y su conclusión es que la inequidad del sistema de producción capitalista se reproduce en las escuelas y liceos de modo alarmante.

Contextos próximos y educación (parte II)

La segunda parte de este libro está dedicada a aquellos contextos próximos a la escena educativa mencionados al inicio: aspectos centrales que configuran las tramas sociales de la violencia y atraviesan las escuelas. Al comienzo, dos escritos referidos a las familias. La psicopedagoga mendocina Mónica Coronado (capítulo VII), a propósito de la tan mentada alianza entre escuelas y familias, se pregunta “¿Por qué motivo esta relación ineludible que las vincula en torno a un mismo sujeto –alumno/a para una, hijo/a para otra– se convierte en el escenario en donde se desarrollan confrontaciones cada vez más frecuentes en torno a las expectativas que cada institución sostiene respecto de la otra, a los alcances y límites de la acción de cada una, a sus espacios de intersección?”. Sin duda, la complejidad de los vínculos entre docentes y padres se ha profundizado en las últimas décadas. La circulación de acusaciones acerca de los déficits de ambas instituciones en relación con la educación y el cuidado de niñas, niños y adolescentes es moneda corriente. Los “estilos de vida”, los cambios en la grilla horaria familiar, las extensas jornadas laborales de ambos padres, la apetencia de los niños por los aparatos tecnológicos y las múltiples actividades extraescolares forman parte del análisis. Liliana González (capítulo VIII), psicopedagoga cordobesa, alerta sobre los efectos de la “adultización de la infancia” y la “precocidad de los tiempos adolescentes” (también responsabiliza a los adultos por este emergente) y se anima a hablar de “una infancia en soledad [en la que] se corre el riesgo de no vivir esa etapa en plenitud o el de ser tratados como adultos en miniatura. La pregunta obvia que surge es: ¿y los padres? ¿Y la escuela? Porque no nos estamos refiriendo a huérfanos, a chicos que perdieron a sus progenitores en edades tempranas”. Sin caer en culpabilizaciones rápidas ni en generalizaciones inconducentes, González nos propone una lectura de nuestra propia responsabilidad frente a los tiempos y espacios de las infancias y adolescencias hoy.

Y llegados a este punto relativo a la responsabilidad de los adultos en relación con las formas de vida actuales de niños y jóvenes, introduciremos tres miradas que, desde distintas disciplinas, se referirán al consumo en la adolescencia. En primer lugar, desde la medicina, Carlos Damín (capítulo IX) establece dos niveles de diferenciación: por un lado, señala que si existe un consumo problemático de sustancias psicoactivas es porque hay otro que no lo es. Dependerá del diagnóstico –propuesto como interdisciplinario– determinar si una persona que consume lo hace de modo problemático y, en tal caso, qué tipo de tratamiento es más conveniente. Por otro lado, mediante datos estadísticos muy contundentes, clasifica como sustancias psicoactivas a “todas aquellas que, incorporadas al organismo, producen algún tipo de alteración del estado psíquico y del estado de conciencia”. Y aclara: “particularmente no abordo el tema de lo legal o ilegal –que en realidad me parece que ha hecho mucho daño en los chicos que tratamos– puesto que nuestro principal problema no radica en las drogas ilegales sino en las legales”. De este modo, adopta una clara postura en uno de los debates más candentes respecto del consumo de drogas por parte de los jóvenes y su relación con el delito, la indiferencia hacia la escuela y la falta de proyectos de futuro: el principal consumo (desmedido y perjudicial) a edades tempranas es el alcohol. Por su parte, la especialista rosarina Silvia Inchaurraga (capítulo X) propone “una mirada crítica sobre la toxicidad de los intentos por regular conductas que pueden considerarse insalubres, dañinas o peligrosas (como el consumo de sustancias legales o ilegales) a través de la sanción social o del castigo” y fundamenta un esquema de abordaje centrado en tres pilares: prevención, asistencia y reducción de daños, en tanto plantea la necesidad de “atender a lo subjetivo y social” de la problemática del consumo.

Pero cuando hablamos de consumos no podemos referirnos únicamente a las drogas o sustancias psicoactivas. Hoy en día, debemos atender a los consumos de bienes simbólicos que acaparan la cotidianidad de miles de niños y adolescentes y dejan fuera de ese “mercado” a otros millones en todo el mundo: “la desigualdad social se ve reflejada en la brecha digital”, dirá Wortman. Esta especialista en Ciencias Sociales (capítulo XI) analiza “por un lado, de qué manera se produce la relación entre consumos culturales (en este caso, de tecnología) y clases sociales en la sociedad contemporánea. Y, en segundo lugar, “cómo opera en el campo de la cultura la lógica de red en cuanto a los usos, apropiaciones y prácticas con las redes sociales”. En continuidad con esta lectura y a propósito del “mundo virtual” que se imbrica, amplía cada vez más y se confunde con ese otro mundo al que aún, para diferenciar, por melancolía, desconocimiento o temor, seguimos llamando “mundo real”, el cierre del libro nos implica en nuevas aperturas y cuestionamientos: “Nosotros [los adultos] debíamos realizar todo un acto de socialización, ejercer una voluntad activa de socializar. Ellos [niños y jóvenes], a través de los dispositivos de todo tipo, pero mucho más todavía con los móviles, están en conexión por defecto; esto genera, entre otras cosas, que buena parte de la socialización hoy pase por las redes sociales, lo que representa un problema ético”. Quien expone este planteo es el psicólogo uruguayo Roberto Balaguer (capítulo XII) que proyecta en su texto un desafío para la educación del siglo XXI: “Si hasta ahora habíamos tenido problemas con la educación en la ciudadanía común y corriente, en la actualidad el desafío es doble porque debemos empezar a educar en la ciudadanía para estar en las redes”. ¿Y qué hacer cuando esta socialización en redes se torna violenta? Nuevos interrogantes, viejos problemas. La violencia no es la novedad. En todo caso, los dispositivos de circulación, la intensidad, la obscenidad con que se hace visible, la multiplicación a escala mundial de los hechos. Las novedades siguen estando del lado de las formas, pero rara vez de los contenidos. La discriminación, el maltrato, las agresiones… En fin, las múltiples caras de la violencia son milenarias. Con esto no queremos decir que si siempre ha existido es que siempre existirá, sino que debemos apuntar a solucionar los temas de fondo y no a censurar los medios. El problema más crucial está del lado de los modos, las modalidades, los “cómo” que no se detendrán si los “por qué” siguen a la deriva. Hay que hacerse cargo de nuestra propia capacidad de violencia como padres, como maestros, como ciudadanos. Al fin y al cabo, no estamos exentos de la fatalidad de lo humano, de esa doble cara en donde el bien y el mal no son nunca absolutos. Ni nosotros, tampoco…

De la violencia a la convivencia: sociedades complejas para niños y jóvenes

Retomo brevemente dos conceptos que me permitieron interrelacionar y concatenar la actualidad (hoy, abril de 2014) con los textos que conforman esta obra que, si bien son muy recientes y han sido revisados y ampliados por sus autores para esta edición, no vislumbraron que el concepto de “linchamiento” –mal o bien utilizado– atravesaría la cultura mediática y sería un nuevo “foco de incendio” para los jóvenes pobres, vulnerados, peligrosos. ¿Otra vez? Sí, y van… Me refiero a los conceptos de reparación y reiteración. Mientras este último alienta a hombres y mujeres a la reproducción de las escenas de violencia, el primero atiende a un modo de construcción de futuro en común. Reparar tiene muchos significados y usos en la lengua española: “no reparé en cierta cosa” (alude a no darse cuenta, no haber advertido); “reparar el auto” (arreglar, componer); “reparar un daño” (enmendar, remediar); “reparar energías” (restablecer las fuerzas) y, finalmente, “reparar en los pros y los contras” (reflexionar, considerar). Advertir, componer, remediar, restablecer fuerzas y reflexionar: todos estos significados conforman la posibilidad de “convivir con extraños en una cultura del disenso” (Onetto, 2012). De la violencia a la convivencia: un pasaje de la reiteración a la reparación. En donde reparando en el daño y el daño mismo (las urgencias ante las situaciones reales son ineludibles, como apunta Díaz), reflexionando sobre lo dañado y restableciendo las fuerzas para poder hacer algo “distinto”, podremos volver a mirarnos en el espejo de nosotros mismos, sin desentendernos del otro. Convocándolo. De eso trata, en otras cosas, la educación. De eso podemos dar cuenta, también, en las escuelas. No sólo de los impactos de los problemas sociales, sino también –y muy profundamente– de los impactos de la convivencia social. De los que, aunque los medios de comunicación no digan nada, sabemos mucho. Es cuestión de prioridades. Quizá las escuelas no compartan las mismas prioridades que el mercado, la política o los medios. Y quizá eso esté bien.

Andrea Kaplan
Buenos Aires, abril de 2014

Bibliografía

Kaplan, A. (2013). “Escuelas violentas… ¿o violentadas?”. En: Revista Novedades Educativas Nº 275, noviembre, Buenos Aires.
Onetto, F. (2012). La escuela tiene sentido. Convivir con extraños: la socialización en una cultura de disenso, Buenos Aires: Noveduc.
Sibilia, P. (2012). ¿Redes o paredes? La escuela en tiempos de dispersión, Buenos Aires: Tinta Fresca.
Segovia, R. (1997), “Democracia y violencia”. En: Revista Letras Libres, agosto, México.

[i]  “La justicia callejera. ¿Ceguera ética?”, comunicado de Fundación Sociedades Complejas, 8 de abril de 2014, publicado en redes sociales y newsletterFSComplejas.
[ii]  Las representaciones arquetípicas –criminalizantes– de la violencia social por parte de los medios masivos de comunicación pretenden imponer una lectura de la “realidad” en clave de peligro. La desmesura es el paradigma. La indignación, una de las formas del pánico social. Y así, los linchamientos no parecen ser tan graves como en realidad son.

[iii]  Las guerras de conquista constituyen un ejemplo muy potente para un análisis cultural y psicológico acerca de la legitimación de la violencia ejercida contra las personas.

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