Escuelas violentas… ¿o violentadas?
Por Andrea Kaplani La violencia no es innata. La violencia es un exceso. No es una parte indiscernible del Ser. Es, en todo caso, una forma negativa del estar. No es una condición. Es, ante todo, un acto. Entonces, la violencia no existe por o en sí misma: demanda de personas que la ejerzan. Así, […]

Por Andrea Kaplani

La violencia no es innata. La violencia es un exceso. No es una parte indiscernible del Ser. Es, en todo caso, una forma negativa del estar. No es una condición. Es, ante todo, un acto. Entonces, la violencia no existe por o en sí misma: demanda de personas que la ejerzan. Así, si no hubiera en una sociedad sujetos dispuestos a ejecutar actos violentos, la violencia no emergería. Y si ello fuera cierto: ¿por qué es tan inverosímil o, al menos, incomponible pensar una sociedad sin violencia (a-violenta o, en el extremo del antónimo, pacífica)?

Donde la utopía (de una sociedad pacífica) se cruza con la melancolía (esa que reza que hubo un “tiempo pasado [en que todo] fue mejor”), podríamos detenernos, lamentarnos, quizá enojarnos con la “cruda realidad” y ya. Pero muchos creemos que las transformaciones son posibles -aunque sea en un grado menor al ideal- y que en el intento de cambio y en el reconocimiento de que algo no está bien, está el germen de construcciones, que apunten, en el caso que nos ocupa, a mejorar las condiciones de educabilidad y oportunidad para niños, niñas y jóvenes.

Hay representaciones que construyen violencias cotidianas, algunas más visibles y otras no tanto. Y que predisponen a algunos sujetos (no a todos, ni todo el tiempo) al ejercicio de la violencia. Aquellos que maltratan, agreden, denigran, molestan e intimidan a otros viven en una sociedad atravesada por las marcas de la disparidad y de la ajenidad; de oportunidades muy inequitativas y con límites devaluados e instables. Y en donde la autoridad del adulto frente al niño/adolescente se va deshilachando y se manejan códigos y lenguajes que nos distancian, en términos generacionales, y también en términos de pertenencias grupales: eso que llamamos “comunidad” no pareciera estar pudiendo concebirse a sí misma en el marco de una ‘ética común’ (los enfrentamientos son característicos de las formas actuales de construcción de Poder). Sí hay discursos, políticamente correctos y muchas veces efectistas o, acaso, esperanzadores, que nos hablan de aceptar la diversidad, respetar al semejante, bregar por el “bien común”. Pero muchas de las representaciones sociales tienden a clasificar y estigmatizar. Y hacen del caso particular generalizaciones que, amplificadas las 24 horas por radio, televisión, diarios y Redes Sociales, distorsionan nuestra capacidad de pensamiento y condicionan nuestras prácticas. Sobretodo en los niveles de decisión-acción político-institucional.

Crisis y educación

El imaginario social nos supone en “crisis” que, más que una excepción, pareciera haberse tornado en regla. Entonces, nos preguntamos si el concepto, de crisis, no estaría operando más como excusa (imposibilidad o falta de intención de poner en práctica intervenciones concretas que se ocupen de resolver, en la medida en que sea posible, los problemas actuales) que como una oportunidad. La sociedad está en crisis, la familia está en crisis, la escuela está en crisis, los valores están en crisis…

Las crisis son momentos excepcionales que se dan cuando un conjunto de regularidades que rigen nuestras vidas se ven convulsionadas por uno o más factores (externos o internos) y en donde, por esa conmoción, se torna imposible seguir operando del mismo modo en que lo veníamos haciendo hasta el momento anterior a “entrar” en crisis. Crisis de paradigmas, crisis de época o una época en crisis. En nuestro caso, como educadores y agentes de salud, ello se nos ha tornado más que evidente en la última década: la escuela, tal como fue concebida hace dos siglos, pareciera no funcionar en el marco de la última gran revolución mundial: la digital. La antropóloga Paula Sibilia sugiere que hay una incompatibilidad “entre la escuela como una tecnología de (otra) época y los chicos de hoy”. Hoy en día tenemos un formato de escuela del siglo XIX con docentes del siglo XX y alumnos del siglo XXI. En términos institucionales son dos siglos de distancia… ¿Qué hacemos con esa distancia? ¿Con esta escuela? ¿Con estos alumnos? ¿Con esta crisis?

Hay una frase famosísima de Albert Einstein que dice: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. Parafraseando al físico, podríamos decir: “Si los alumnos son distintos, la escuela no puede ser la misma”. Porque si creyéramos que los ciudadanos deben adaptarse irremediablemente a las instituciones que los pre-existen, estaríamos operando en un nivel de borramiento de las temporalidades y espacialidades propias de cada sujeto histórico, de cada momento histórico, en fin: de la historia como relato de la experiencia individual y social concreta y situada. Es decir, estaríamos creyendo que las personas debemos amoldarnos a las instituciones cuando, al menos en mí entender, la función social de una organización (como es el caso de la Escuela, el Centro de Salud o el Estado) es la de generar lugares materiales y simbólicos de habitabilidad, de socialización, de construcción, de creación, de salubridad. Y sin duda esos lugares deben acoger a las personas concretas de un período concreto, con sus problemas y potencias concretos. Así, las organizaciones sociales son marcos para que la experiencia tenga un cauce. Por supuesto que no estamos diciendo que la Escuela o el Estado deban ser lo que cada individuo quiera que estos sean; sino antes bien que hay momentos (de crisis, de cambios de paradigmas, de revoluciones) en los que hay grandes instituciones que deben re-pensarse a sí mismas. Y esto es muy importante: creo que la Escuela (cada escuela y el sistema escolar en su conjunto) pueden iniciar su propia transformación. No podemos aceptar la imposición externa (del mercado, por ejemplo) marcándonos el rumbo de la enseñanza en este siglo. Las escuelas deben ser, si lo han sido o no es tema de otro artículo, escenarios de pensamiento crítico en donde se aborden -con acciones concretas- las desigualdades educativas, sociales, económicas, sanitarias y culturales. Si un rol le cabe a la escuela abandonar es la pretensión normalizadora y disciplinante que ha sustentado su creación y desarrollo. La escuela, esa que Sarmiento pensó para civilizar a la población en función de las necesidad de inculcar un relato común que forjara ciudadanos para determinado tipo de Estado-Nación, es la que está en crisis: alumnos obedientes, silenciosos, pasivos, sujetos-sujetados a un conocimiento enlatado y dado siempre de ante mano. Cuando pensamos en los alumnos desatentos e hiperactivos, debemos incluir en el análisis cuál es la atención que los chicos “no nos prestan”.


Texto de capacitación
Evento:
Jornada sobre Problemáticas Actuales en Salud y Educación- Noviembre/2013
Diseño de la actividad: Fundación Sociedades Complejas
Institución: Ministerio de Salud de la Provincia de Neuquén

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